Rejas del conurbano: flor de lis, dorado, bolitas y polémica
Por Leonardo Torresi.
Con el asesor metalúrgico de Camino Negro, tipo experto en hierros, nos entretenemos mandándonos fotos sobre el barroco conurbano. No sé si se dice exactamente así, pero pongamos.
Entre nuestras favoritas están las rejas.
Consciente de la dedicación que implica cada encargo, el asesor banca los buenos trabajos y se amarga con las malas decisiones.
“No podés poner flor de lis, flor de lis, flor de lis. Tenés que poner flor de lis, bolita, flor de lis, bolita“. Habla de las terminaciones que se colocan sobre las puntas cuadradas de los barrotes y cuya presencia en el conurbano asociamos con algún tipo de lujo.
“Mirá este: pintó las flores de lis de dorado“. Puntos suspensivos.
Pero está bien, concluimos, lo que entra dentro de lo aspiracional no se discute.
La inseguridad es un tema sobre el que no vamos a cometer la irresponsabilidad de profundizar en este momento.
Pero es fácil arriesgar que las rejas, en su función mixta de protección y decoración, cuentan bastante bien una parte importante de la historia del conurbano: la relación que sus habitantes establecen entre el espacio privado el público, o sea entre la casa y la calle.
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En algunos barrios las rejas son sinónimo de progreso. Representan un avance respecto del alambrado, aunque en muchas cuadras ambos sistemas conviven.
Si es por cronología, las rejas pasaron de subrayar la imponencia de los caserones a ir detrás de los acontecimientos.
Si siempre fueron normales como protección de las ventanas, las rejas parecen algo antinatural o a priori disfuncional delante de una puerta. Son esas rejas que en general llegan con resignación después de un robo. Y la verdad que nos acostumbramos a verlas y ya ni nos molestan.
Podemos decir que no hay casi nada sin su reja. Los aires acondicionados, los medidores de la luz. Hasta las vírgenes de las esquinas, las que nos protegen de los montículos de basura, viven, en muchos casos, presas detrás de unos barrotes.
En nuestros barrios todavía quedan algunas bellezas líricas, con las que alguna vez se lucieron los herederos de Hefesto, el dios griego de la metalurgia y la herrería.
La rejas que rematan esas paredes petisas, cortadas por una puerta que de tan bajita es una incomodidad agacharse para abrirla y cerrarla y la terminamos superando con un saltito, si no queda todo el tiempo abierta.
Y las hermosas rejas pentagrama llenas de notas musicales sin más sentido compositivo que el capricho del herrero. Todavía hay muchas de esas. Hay que saber encontrarlas.

