De Valentín Alsina para el universo: hoy cumpliría años Sandro, el más grande de todos
El 19 de agosto de 1945 nació Roberto Sánchez, Sandro, posiblemente el más grande cantante romántico de habla hispana. Y sin duda alguna, el que más queremos. Identificado con el barrio de Valentín Alsina, Roberto es parte de nuestras vidas y de nuestra educación sentimental. Compartimos aquí una selección de testimonios suyos, extraídos de diferentes entrevistas, que forman parte del inédito Libro de Oro de Sandro.
Si bien soy hijo único, tengo que agradecer a mis padres que no me hayan sobreprotegido, como suele suceder habitualmente.
De todas maneras, siempre fui muy apegado a mi casa y a mi familia. Cuando tenía pocos meses de edad, nos mudamos a Valentín Alsina. Es lícito decir entonces que fue allí donde me crié, me eduqué, tuve mis primeros trabajos.
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Era una de esas casas altas que había antes, con techo de chapa y dos o tres escalones para prevenir la inundación.
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Los estudios primarios los cursé en la escuela República de Brasil. Tuve muy buenos compañeros y excelentes maestras. De estas últimas, recuerdo con especial afecto a Norma Eva Cuniglio.
¿Si era buen alumno? Bueno, no es fácil contestar que sí o que no. Tal vez sea correcto decir que era buen alumno un año y mal alumno otro, alternativamente. Tuve notas altas en segundo, cuarto y sexto grado, y notas más que bajas en tercero y quinto. Podía pasar de la aplicación extrema al mayor de los desórdenes,
sin muchas dificultades, y en conducta era igualmente desconcertante. Mis padres, sobre todo, no sabían qué hacer ni qué pensar, si sentirse orgullosos o no.
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Tenía una maestra sensacional, quien fue justamente la que me abrió los ojos. Ella, por ejemplo, nos llevaba a un aula donde ponía discos de Bach o de Beethoven y nos daba un tema cualquiera para escribir. Un día nos dijo: ‘Vamos a ver qué pueden contarme en una hoja sobre la espina y la rosa’. Y me largué a hacer un escrito
que, sin querer, resultó un poema. De allí en más ella se preocupó por enseñarme todos los secretos de la poesía.
Mis padres querían que siguiera alguna carrera universitaria, pero jamás me presionaron para hacerlo. Nunca me dijeron qué les hubiera gustado que estudiara. Ellos sólo querían que fuera algo concreto, seguro. Yo no tenía ni la más remota idea de qué carrera universitaria podría atraerme. Lo cierto es que desde muy pequeño me subía arriba de las mesas para cantar y bailar. Cuando regresaba del cine, repetía en familia lo que había visto imitando a todos los actores de la película. Tenía una memoria retentiva monstruosa.
Sin embargo, jamás representé en las fiestas del colegio. Era muy tímido. En cambio, no era tímido para las trifulcas. Quinto grado era algo así como “el pabellón de los rebeldes”. No pasaban días sin que volaran tizas y borradores. Un 21 de septiembre se decidió que todos llevaran a la escuela sándwiches y bebidas para festejar la primavera. Lo que podía haber sido un romántico día de sol se convirtió en una batalla campal donde hasta volaron sevillanas que se incrustaron en el pizarrón.
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Entre mis padres me enseñaron a ganármelo todo con el propio esfuerzo. Si les pedía una escopeta de juguete o una bicicleta, me la regalaban si pasaba de grado o conseguía buenas notas. Así fue
como un día, después de mostrarle el boletín de calificaciones a mi padre, me llevó hasta el centro y me compró lo que yo tanto anhelaba: ¡un arco y sus flechas! Pero esa alegría no duró mucho. Con el arco y las flechas comencé a destrozar el barrio, matando cuanta gallina se ponía por delante. Mi padre no tuvo más remedio que romperlas, después de darme la paliza más grande que recuerdo. Pero no me dolió la
paliza propiamente dicha, sino el hecho de haber perdido el arco que gané con el esfuerzo de mi trabajo; en ese caso, mi estudio.
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Empecé a trabajar a los 12 años. Mi hogar era bastante modesto y el dinero que pudiera aportar, aunque poco, nunca estaba de más. Por lo menos, podía cubrir mis gastos. Hice muchas cosas: changas
en una tornería de la calle Remedios de Escalada, en Valentín Alsina; después, trabajé como cadete en una droguería cercana, más tarde fui tapicero en varios cines de la zona.
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Acompañaba a un camionero y en la ruta manejaba yo, pese a que no tenía carnet de conductor porque era menor de edad. Íbamos hasta Carlos Casares a buscar ganado. A mí no me gustaban ni el fútbol ni las carreras. Los muchachos de la barra se iban los domingos a ver a Boca o a River o a Palermo y San Isidro y yo me quedaba en un bar haciendo ritmo pegando con los dedos sobre la mesa como si estuviera frente a una batería. Jamás jugué a la pelota.