Dinosaurios, dentistas, perros, amores, letras y trompos: los cuentos y poemas premiados en el concurso de la Biblioteca San Martín
La Biblioteca Libertador General San Martín de Villa Obrera compartió con La Unión de Lanús los trabajos ganadores de su concurso literario de este año, tanto en las categorías infantiles como en las categorías de adultos. Los compartimos con nuestros lectores, con la esperanza de que los disfruten como nosotros.

CATEGORÍA INFANTIL HASTA 9 AÑOS
PRIMER PREMIO
Aceituna quiere comer la luna
Por Catalina Piana García (9 años). Seudónimo: Cata Cata.
Había una vez, un dinosaurio que tenía un nombre muy particular, su nombre era Aceituna, si, aceituna, leíste bien. Este dinosaurio además de tener ese nombre especial tenía también un sueño muy particular que era viajar a la luna para comer un pedazo de ella, pues era muy glotón.
Un día decidió preguntarle a su mamá cómo podía cumplir su sueño.
-¿Mamá cómo puedo hacer para llegar a la luna?
– No se Aceituna, supongo que tenés que ser astronauta ¿Y además para querer llegar a la luna? Le dijo la mamá.
– No sé, solo quería saber. Le respondió el dinosaurio
No dejaba de pensar como poder cumplir su sueño así que un día el pequeño dinosaurio en lugar de ir a su colegio se fue a la casa de su amigo Pepe, que también era un dinosaurio para averiguar juntos como llegar a la luna.
En la casa de su amigo le preguntó si sabía cómo llegar pero Pepe le dijo que no tenía ni la más pálida idea pero que podían leer libros para averiguar ya que Pepe tenía una biblioteca muy cerca de su casa y allí fueron.
Después de leer y leer encontraron que la solución más fácil para llegar a la luna era comprando un cohete, pero había un gran problema, el cohete estaba muy caro así que decidieron construirlo. Tan entusiasmados estaban pensando en todos los materiales que tenían que conseguir que rápidamente se pusieron en marcha, primero buscaron un tubo de gran tamaño, cables, cartón para las alas, telgopor, troncos, hilos, plantas para decorar su interior y pintura y empezaron a construir. Después de horas y horas de trabajo terminaron el cohete…
Había llegado el momento de probarlo, se subió, abrochó los cinturones, se puso un casco e intentó ponerlo en marcha, pero no. El cohete no funcionaba, intentó una vez más pero nada.
Aceituna estaba muy decepcionado, estaba demasiado triste, él tenía muchas ganas de llegar a la luna y comer un pedazo de ella. Su amigo intentó consolarlo y le aconsejo que se quede tranquilo que en algún momento iba a lograrlo.
Enseguida se dio cuenta que habían pasado muchas horas fuera de su casa así que volvió corriendo porque su mamá lo iba a retar, dicho y hecho al llegar su mamá le reviso la tarea y vio que no tenía nada escrito, le preguntó qué habían hecho en el colegio y él le dijo que habían hecho una maqueta pero la mamá no se lo creyó así que lo castigó.
El dinosaurio estaba tan triste había perdido las esperanzas de poder cumplir su sueño. No podía estar en su cuarto castigado así que se escapó, no le importó que sea de noche se fue a una plaza que estaba cerca de su casa, necesitaba estar solo para pensar.
De repente Aceituna vio unas esferas escondidas en la plaza, las esferas llamaron su atención pues brillaban en la oscuridad, por curiosidad se comió una de las esferas y se dio cuenta que rápidamente su cuello había crecido unos metros. Entonces pensó:
-¡Si me como todas las esferas mi cuello va a crecer tanto que voy a poder alcanzar la luna!
Siendo así se comió cada una de las pelotas brillantes que estaban en la plaza y chocó contra la luna, no lo podía creer iba a comerla.
¿Qué sabor tendría? se preguntaba.
Así que sin dudarlo empezó a comer unos bocaditos, un poco se le fue la mano se comió la mitad. Su cuello bajo lentamente, el dinosaurio lleno y feliz fue a su casa y se acostó satisfecho.
Enseguida escucho la voz de su mamá diciendo:
-¡Despertarte Aceituna tenés que ir al colegio!
Se despertó súper contento, él sabía que sabor tenía la luna.
SEGUNDO PREMIO
El dentista tiene tos
Por Micaela Felice (7 años). Seudónimo: Absalón.
Era una mañana fría de verano. El dentista ¡¡¡tiene tos!!! ¡Pobre dentista! No puede atender a sus pacientes con caries. ¡¡¡¡¡Qué mala suerte!!!!!
El dentista es pobre como todos los demás.
Es muy lector y le encantan las pastas.
¡Pobre! No tiene a nadie con quien vivir. Un día pasa que se enamora de una mujer llamada Leila. El nombre del dentista es Roberto. Tiene 25 años. Es bastante joven pero es dentista. ¡Pobre! Tiene tos, no va a poder atender a sus pacientes, ¡pobre! Aunque tiene una suerte tremenda porque ¡¡¡se va a casar mañana!!! Qué suerte tiene el dentista. ¡Oh, qué suerte!
Se toma un té de jazmín y de repente ¡puf! Se le va la tos. El día de mañana sí se va a poder casar. ¡Qué mal que hoy va a tener que atender a sus pacientes!, no va a tener el día libre. Pero lo que no se dio cuenta es que el té de jazmín lo recuperó del todo, entonces ¡ya no va a tener que sufrir más la tos!
TERCER PREMIO
Bolita de pelo
Por Amancay Alanis Bukovak (7 años). Seudónimo: Amita.
Desde que era bebé recuerdo a una bolita de pelo blanco, siempre al lado mio. Yo llamaba a mi mamá cuando recién me despertaba o algo me asustaba, y ahí estaba la bolita de pelo junto a mi, cuidándome.
Sin darme cuenta fue pasando el tiempo y entendí que esa bolita de pelo es mi mejor amiga. Yo la miro y ella sabe lo que me pasa, si estoy triste se acerca y me lame para darme ánimo. Si estoy feliz mueve su colita peluda y da pequeños saltitos. Ella se llama Noa y es mi perrita, una viejita linda de diez años.
Por último, si pudiera pedir un deseo…sería su vida infinita acompañándome toda mi vida.
CATEGORÍA INFANTIL HASTA 12 AÑOS
PRIMER PREMIO
Rozando el cielo
Por Manuel Juan Noce
Seudónimo: Manu.
Quién soy? De donde vine? Dónde estoy? Eso fue lo primero que pensé. Aunque no sabía que cuando abriera los ojos, vería algo mucho más importante, entonces lo hice y presencie un hermoso paisaje, pude estar en una montaña o en una sierra pero no, tenía que estar cayendo.
–Ahhhhhh- estaba a 1000 metros cayendo. Cada vez estaba más cerca del suelo, hasta que ocurrió lo inevitable, pensé que iba a morir a 3 minutos de nacer, pero no, caí y me enterré. A la semana me salieron partes verdes y pude ver la superficie y al lado mío vi a mi madre y a mis muchos hermanos, mi mama era marrón y bestialmente alta, llegaba a ver partes verdes en su cuerpo. Un mes después ya medía 1 metro al igual que mis hermanos, el cielo se puso gris,
sabía que significaba y me encantaba ¡la lluvia! Era mi estación favorita. Y a los 3 años paso la tragedia, nuestra madre murió. Era el único día de lluvia que pasamos tristes, uno por uno fuimos soltando flores en donde murió. Pasamos tristes esa temporada yo y mis hermanos, ya mediamos 20 metros más altos.
Luego de un año estaba más alto, desde ahí arriba veía todo: a mis hermanos, a las montañas y hasta el mar, las ardillas me daban cosquillas pero me preguntaba a diario cual era el significado de mi existencia, el propósito de vivir.
Pasaron 150 años y seguía preguntándomelo, yo y mis hermanos ya teníamos la altura de mamá cuando murió y empezamos a procrear nuestra especie, luego de una semana ya era padre y estaba muy orgulloso y luego de tres años llego mi hora de ir con mi madre al igual que mis hermanos, en ese momento lo entendí, la razón de vivir, y la razón de vivir de mí y de mi especie, era vivir mi vida y no solo eso, mi deber era darle vida a todos los demás para que el mundo prospere, ya lo entendí, lástima que tardé tanto en darme cuenta, luego me balancee y caí al suelo pero ya entendí mi propósito como árbol.
Dedicado a mi abuelo Roberto.
CATEGORÍA POESÍA ADULTOS
PRIMER PREMIO
Amores viejos
Por María Rosa Leoni.
Seudónimo: Estrella.
Remanso de piel oscura,
que otrora vive soñando
que se aclaren los aromas
y que se esculpen las almas.
Resabios de tiempos idos,
noches de estrellas soñadas
que escapaba de las manos
como agüita, la esperanza.
Que noches, aquellas noches
cuando el amor se acercaba
brillaban las mariposas,
y se desbordaba el agua.
Las estrellas se escapaban
del cielo que las ahogaba
la luna se estremecía,
rogando paz a las almas.
Yo te miraba despacio
tu corrías mil caballos
y entre los dos desbordaba
la sonrisa que yo amaba.
De aquellas noches recuerdo
después de tantas mañanas
que te fuiste una tarde
¡Cuando menos lo esperaba!
CATEGORÍA CUENTOS ADULTOS
PRIMER PREMIO
El destierro de la Y griega
Por Ana Julia Sabat
Seudónimo: Nalias.
La letra A, altanera y autosuficiente, convoca a todas las letras para decidir si la Y griega debía seguir perteneciendo al alfabeto español.
Una a una cada letra aporta su argumento.
Preside el debate la letra A:
— Amigas: durante años permanecimos unidas debiendo soportar a una letra extranjera, la Y griega —dice señalándola con la punta puntiaguda de su cabeza.
— ¿Y? —protesta la Y griega. Yo…
— ¡Alto! —interrumpe la A, espera tu turno.
—Bla, bla, bla —dice la B.
—¡Cáspitas! —grita la C, con voz de caramba, carambita.
—¿Disculpe?! — interroga la D.
Se arma un revuelo de opiniones.
—¡Démosle otra oportunidad! —dice la D.
La X, cansada de esperar su turno para hablar, sale de la fila moviendo sus piernas de tijera, dispuesta a cortar el final del alfabeto y sacar a la Y griega de una vez por todas.
La Z, zigzagueante, vuela en ascenso veloz hasta la punta puntiaguda de la A para protegerse del corte.
La I latina aporta un argumento que a la A le resulta definitivo para decidir:
— La única I soy yo. No necesitamos una segunda versión y que encima sea extranjera.
En medio del revuelo, la letra A llega a la decisión: la Y griega debe irse.
—¡Adiós! —grita la A y su voz sonó como una avalancha.
La Y estira sus brazos y parte, bien erguida y con el salto largo de su único pie.
Satisfecha por la victoria, la letra A alinea a las ahora veintiséis letras del alfabeto.
Las letras festejan felices el destierro de la Y griega.
¿Se imaginan qué pasará ahora que la Y griega no forma parte del alfabeto español?
La Y griega, luego de pasar unos días sin saber qué hacer, decide que el mejor lugar al que podía ir sería Grecia. Allí se sentiría como en casa. Prepara su morral de colores y parte entusiasmada.
Un día de sol la Y griega llega a las costas de Grecia. Decidida y con su morral de colores colgado del cuello y hacia un costado, comienza a recorrer la costa.
Es un día hermoso y cálido. La Y griega deja atrás un mar resplandeciente y se dirige, a los saltos, al centro de la ciudad. Se detiene frente a un cartel y observa unas formas que se parecen a las letras que ella conoce.
En un camino se encuentra con una letra igual que ella. ¡Ya se siente como en casa! Comienza a hablarle, pero la otra letra no habla como ella.
No llegan a entenderse. Hablan diferente. En medio de la charla llegan más letras a observar la situación. ¿y qué creen?, en Grecia hablan griego y no se entendieron.
Las letras griegas, deciden que la Y griega no puede quedarse con ellas. Se dan media vuelta y siguen su camino. La Y griega se retira cuando las letras del alfabeto griego le dan vuelta la cara y la ignoran.
La Y griega se queda sola. Está triste y angustiada. Camina sin rumbo y se sienta a la orilla del mar. Remoja su pie, pone su cabeza entre las manos y comienza a llorar. Gotas saladas mojan la arena dorada.
Desde que la Y griega fue desterrada un sinfín de complicaciones sucede con las palabras y las cosas: ahora nadie conoce el mes de mao del calendario.
Nadie sabe jugar al o-o.
A los bebés no les gusta el ogurt, con gusto a ogro.
El mate cebado con erba sabe a… ¡mmm, puaj!
Y el árbol de papayas no da más papayas, da papas.
Los yacarés pierden su cabeza.
Ya no existen los reyes; los premios nunca traen yapa.
Y nada pasa hoy. ¡Eso sí que es aburrido!
—¡Ah, esto no está bien! —se dice la A y comienza a caminar de un lado para el otro. Las demás letras se acercan con cara de preocupación.
—Creo que nos apresuramos al decidir que la Y griega se fuera —dice la C
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta la Q mirando a sus compañeras a la cara.
Las letras en ronda guardan silencio. Saben lo que tienen que hacer.
—¡Vamos a buscarla! —dice la V corta.
La A asiente con la cabeza y, decidida, camina delante del grupo. Salen a buscar a la Y griega, antes de que sucedan más desgracias alfabéticas.
Una a una, las letras se suben a un yate, sin Y griega, en busca de la letra desterrada.
El “ate” comienza a navegar por las aguas.
Pero un “ate” no puede flotar bien y va perdiendo sus partes. ¡Tremendo!
—¡Rápido!, el ate se hunde —dice la R
La letra L corre adelante y reemplaza a la Y griega. El “ate” comienza a latir con un movimiento que agita rítmicamente las olas del mar.
Al ver que esto no servía, varias letras, en el remolino marino empujan a la letra B que se coloca delante de “ate”. Imagínense. ¿Se imaginaron?
—Mi turno —dijo la M, y se formó un… ¡Claro, ustedes lo dijeron!
La Y griega, a orillas del mar, se recuesta y se hace un bollito en la arena. Está cansada de tanto llorar.
Cuando está a punto de dormirse, ve algo que le llama la atención: allá lejos en el horizonte ve una ¿panza de madera?, ¿un globo marrón? A medida que esta pelota se acerca más a la costa la Y griega comienza a ver mejor y descubre que lo que se acerca es un ¡mate gigante! Se para en la arena y con alegría descubre que dentro del mate vienen todas las letras, sus compañeras y amigas del alfabeto. La letra A, sentada en el borde del mate, rema con la bombilla a toda velocidad.
Es mucha la alegría del reencuentro. Las letras ayudan a la Y griega a subirse al mate que se transforma en yate una vez que la Y griega pone sus pies adentro.
Vuelven por un mar destellante y en un viaje… ¡Con todas las letras!
¡Yupi!
SEGUNDO PREMIO
Trompos, más allá del horizonte
Por Daniel Abel Pereyra
Seudónimo: Huerquen.
Alguna vez, siendo niño, me alejé unas cuadras de mi casa. Tantas que parecían leguas de esas que lo internan a uno en el horizonte. (Hoy sé que son apenas 12 esquinas de barrio).
La aventura partió de la propuesta de un grupo de niños que solían jugar en la esquina de Juncal y Juan B. Justo: “¡Por allá (a una lejana docena de ignotas calles) hay una fábrica de trompos! ¡Los venden a un peso!”. Aquella era, por entonces, una cifra tan irrisoria como la de hoy. Seguí a esos chicos que me superaban en edad y en materias callejeras.
Caminamos, como en una expedición, guiados por “el que más sabía”. Ese preadolescente poseía una seguridad y una sapiencia que dejaba al resto del grupo como simples aprendices de la vida y de las veredas del conurbano Sur.
Nunca antes había visto a ese muchacho por mis calles, pero, sin dudas, él sabía todo lo que había que hacer; y además tenía el dato preciso de dónde se podían conseguir trompos de madera, en la mismísima fábrica… ¡Y a un peso!
Una vez arribados al lugar el Líder del grupo golpeó con energía el portón metálico de un enorme taller del cual se desprendía el incomparable olor de la madera recién aserrada y un fino polvillo de aserrín que salía por entre las ranuras del viejo portón.
Había un timbre, pero nuestro guía siguió en su firme propósito hasta enrojecer sus nudillos contra la chapa. No era porfía. Sencillamente ninguno de nosotros era tan alto como para alcanzar el llamador eléctrico. En un momento en que se detuvieron los rugidos de las sierras en el interior del lugar, alguien detectó la insistente llamada y abrió la puerta. Era un hombre mayor, hoy podría decir de unos sesenta años. Por aquellas épocas pueriles todo nos parecía más alto, más viejo, más grande. En mi imaginación yo lo veía como al octogenario abuelo de Heidi.
El hombre echó una mirada piadosa sobre el grupo de cinco infantes y preguntó a quién buscábamos. Nuestro jefe de patrulla se plantó firmemente:
“-Señor, nos dijeron los pibes de la otra cuadra que acá venden trompos a un peso”.
El hombre hizo un gesto que hoy comprendo de sorpresa y generosidad al mismo tiempo, y dijo:
“- Si, es acá. ¿Cuántos quieren?“.
Nunca habíamos calculado cuántos íbamos en la expedición, así que tuvimos que mirarnos y hacer un conteo.
“- Cinco”, me animé a decir.
El carpintero pensó un instante, con un movimiento de cabeza y presionando los labios dijo:
“-Son cinco pesos”.
Hubo un breve lapso de confusión, pero rápidamente entendimos que debíamos pagar primero. Revolviendo en nuestros bolsillos juntamos una pequeña montañita de monedas que sumaba la cifra requerida. El hombre puso las dos manos juntas para recibir el pago que ni siquiera contabilizó. Y cerrando la puerta dijo:
“-Esperen acá”.
Deben haber sido unos cinco o seis minutos de una espera que pareció una eternidad. No sólo por pensar que nos podrían haber estafado un peso a cada uno, sino porque en mi cabeza pesaba el hecho de haberme alejado de casa sin aviso, y hacía ya varias horas. El portón se volvió a abrir dejando pasar una nube con perfume a pino detrás de la que el hombre de mameluco azul apareció sosteniendo, en la misma vasija que formaron sus manos para llevar las monedas, cinco lustrosos trompos enrollados cuidadosamente con sus respectivas cuerdas.
El mayor del grupo recibió los elementales juguetes y tomó la responsabilidad de entregar uno a cada uno de nosotros. Guardó el suyo en el bolsillo de su saco de lana y me entregó el último de los trompos con un guiño. Recuerdo su mirada cómplice y honesta al decirme:
“- Éste es el mejor de todos los trompos…”
Ese niño, al que nunca había visto antes, y al que nunca volvería a ver (al menos eso creí hasta hace unos años) se volvió con hidalguía y respeto hacia el hombre que estaba entrecerrando la puerta de la carpintería diciéndole:
-“Gracias señor, buenas tardes”.
El hombre detuvo el movimiento y, sorprendido por la caballerosidad del jovenzuelo, preguntó: -¿Y vos, cómo te llamas muchachito? Nuestro Líder contestó seguro y sereno:
– Carlos, señor; Carlos Migliore.