Cultura

La chancleta amarilla

Por Pablo Barreiros

Mi madre, Elisa, que es una santa, poseía el viejo arte del chancletazo a flor de piel. Hoy recorre los oscuros humedales del Alzheimer, y raras veces me conoce, confundiéndome con mi padre ya fallecido, pero antaño esgrimía la mano firme, el golpe certero, la razón justa, la puntería invicta. Debo reconocer que yo siempre fui inquieto y contestador, por jodido nomás, y ella no se caracterizaba por la paciencia. Es así cómo una chancleta amarilla de plástico duro se convirtió con el tiempo en la extensión de su mano derecha y el terror de mis nalgas que, como Antonio en el Mercader de Venecia, temían ser cortadas para complacer la libra de carne del insaciable Shylock.

Mi infancia transcurrió por las calles de Lanús Oeste, a mitad de camino entre los Bomberos y el Hospital Evita, adonde corríamos briosos para ver bajar los helicópteros toda vez que alguna emergencia lo ameritaba. En esas calles aprendí a putear, jugué al truco, impulsé balones de todo tipo de materiales, imaginé como sería besar a las chicas que me gustaban y trepé a todos los árboles. Reñíamos con gomeras de globos y ruleros, coleccionábamos figuritas y tocábamos timbres para luego salir corriendo. Desde el epicentro de la esquina de Tacuarí y Bolivia, con 10 y 11 años respectivamente, salí a gritar por la toma de Malvinas y luego por la vuelta de la democracia, casi sin entender nada, pero imaginando que ambas cosas tenían que ser buenas. En lo que era un baldío sobre la calle Coronel Sayos, jugábamos a la pelota en un fangal, mientras Alfonsín iba y volvía de Campo de Mayo en semana santa y sentíamos que la democracia se convertía en un superhéroe de la revista D´Artagnan, o Nippur Magnum, que cambiábamos todos los sábados en el puesto de la feria de la calle Beguerestain, hoy Héctor Noya. Rápido, clareando los ´90, desparecerían el puesto, la edición de las revistas y la idea de que con la democracia se curaba, se comía y se educaba.

Parábamos en el umbral de la casa de Vicente, pegado al Club Siglo XX fundado en 1935, que por esas épocas se reducía a un garito para jugar al póker comandado por Antonio Garrafa, que vivía en la esquina. Todos los internos del 179 pasaban tocándonos bocina y la bandita de pibes los saludábamos cómo al hermano mayor y piola. Era un paraíso, mí paraíso, pero, al volver a casa, siempre algún chancletazo aguardaba. Como demostrando que para acceder al paraíso algo se debe sufrir previamente, o para salir de él, es imprescindible saber siempre de las bondades que se dejan atrás. Con cariño y con dolor, con dignidad prusiana, con gesto de me duele más a mí que a vos, Elisa aplicaba su rigor. Mayormente las acciones respondían a mis inacciones en el colegio, coronadas con notas acordes o a alguna puesta en duda de las palabras de mis mayores. Cuando descubrí que podía salir corriendo, lo hice y logré evitar el deshonor de la zurra. Pero Elisa, que era muy intuitiva, también aprendió a lanzarla. Y su puntería era digna del francotirador ruso de “Enemigo al acecho”. La chancleta amarilla se había convertido en el elemento material más despreciado por mi persona sobre la faz de la Tierra, contenedora de mis sufrimientos e incertidumbres. Debo ser justo con la mirada de mi padre, que esa sí me inspiraba terror, pero sólo por la ausencia de brillo que transformaban sus ojos en dos cucarachas azabaches de Galicia, en los cotidianos momentos de regaño.

El calendario continuó su despótica marcha. Todas las mañanas a las 7:15 me reunía con Darío, Tuti, la Diez y Diez y el Cabezón Amor en la esquina de Río de Janeiro y Tacuarí, para asistir al colegio. El anexo de la 14 (así se le llamaba a la Escuela Nacional de Comercio Número 1 de Lanús que funcionaba de prestado en la escuela 14), era nuestro otro lugar en el mundo. El espacio donde comenzamos a crecer definitivamente. Donde comentamos todas las acciones del Maradona del ´86, incluyendo el gol a los ingleses. Donde conocí al Gallo, hincha de Lanús como yo, la vida nos hizo compadres y no dejamos nunca más de ir juntos a la cancha. Con los pibes del secundario concurríamos a “Biyuya”, una casa vieja reformada en antro de rocanroles afanosos en Ministro Brin y 25 de Mayo, y nos sentíamos parte insustituible del underground mundial, aunque a más nadie le concernieran datos sobre nuestra existencia en el orbe. “Lo mejor del otro lado del río” promocionaba la Rock & Pop, y no estaba claro si lo decía por su Clericó o por otras sustancias que según rezan, se conseguían en el lugar. Pero los pibes de la esquina continuaban ahí, y yo también. Pasábamos el tiempo contándonos historias inventadas por nosotros mismos, que no había ninguna red social que nos las diseñara de manera estándar. Nutríamos nuestras fábulas con la lectura, el Heavy Metal, Radio Bangkok, el joven Dolina, o el Loco de la colina que nos copaba las medias noches ochentosas, haciéndonos escuchar por primera vez a los Redonditos de Ricota (en aquella época se los llamaba por el nombre completo y eran un misterio para estos anillos del conurbano) o las películas de Función Privada, los sábados a las 22.

Las noches frías en la esquina. Los fines de año tomando un poco demás para fingir la edad que el documento negaba. Egresar. El primer ascenso en cancha de Quilmes. Trabajar. El segundo ascenso, esta vez en Lanús. Un noviazgo. El que le siguió. El neoliberalismo. Pasó de todo hasta que un día, al volver a mi casa, esa chancleta amarilla que tanto había odiado se encontraba en una bolsa de basura, pronta para su deshecho. Fue en ese momento donde le descubrí la primera arruga a mi vieja. La primera demostración cabal del paso del tiempo que, indirectamente me cubría como un manto roído por gusanos. Entendí que algo en el universo se estaba muriendo, y ese algo era mi infancia, mi paraíso. El lugar donde ocurrió todo lo que terminó haciendo de mí esto que fui y que vivo intentando ser. Está más que claro que aquellos tiempos (donde creíamos que el futuro era el año 2000, comeríamos pastillas y los autos volarían. Donde nadie, ni siquiera los cráneos de Volver al futuro, imaginó la acaparadora presencia del teléfono celular en nuestras vidas) ya no volverán, pero daría cualquier cosa por qué Elisa recordara esa chancleta amarilla, aunque su recuerdo sea asentado sobre el elemento más tangible de mis desventuras y dolor físico. Si bien nunca me fui de él, en ese preciso instante, comenzaba a desprenderme del barrio para mirar hacia el mundo. Cambiaba paraíso por paraíso.