Cultura

La Biblioteca Alberdi de Remedios de Escalada: afable, deslumbrante y querible

Por Pablo Barreiros.

¿Habrá un lugar más silenciosamente neurálgico que una biblioteca de noche y sin público? Me encuentro en Remedios de Escalada, esa ciudad que no dejó nunca de ser pueblo y cuya pequeña burguesía local no hubiera soportado nunca poseer un toponímico que hiciera una referencia a los lúmpenes de los Talleres del ferrocarril que la posicionaban en el mapa, por eso buscó el nombre de la hija de un prócer. Camino por sus calles empedradas con cubos del granito más duro del subsuelo mundial. Encuentro árboles añosos y algún que otro alambrado subsistente de las épocas precarias. Vecinos que parecen haber nacido en el lugar que habitan, construcciones ocres de estilos finiseculares. Todo parece del siglo pasado en Escalada, hasta los nuevos edificios que comienzan a poblar su zona más céntrica, lindante a la estación. Escalada tiene de todo y parece no tener nada. Tiene cines que ya no funcionan. Tiene una pueblada con unas decenas de muertos y heridos durante los sucesos de la semana trágica yrigoyenista, y tiene a sus propios héroes, como Luis Máspero y el Doctor Lértora. Tiene su club de futbol y sus organizaciones barriales. Y entre sus joyas, Escalada tiene a una biblioteca. Nacida de la filosofía socialista que allí donde fundaba un local, imponía una biblioteca. Beltrán 70, ahí reposa esta maravilla.
Al trasponer la puerta el clima me invita a imaginar infinidad de pares de ojos de los más disímiles orígenes ocupando el ambiente desde 1919 hasta acá. Miles de títulos con variadas encuadernaciones se predisponen al alcance de mi mano. No hay nada que se interponga entre ellos y yo. Me miran por el lomo, me sacan la lengua, me guiñan el ojo. Me seducen. Me seduce el lugar todo. Abierto, con un balcón que permite acceder a los libros del nivel superior. Recuerdo un piso de baldosas rojas al estilo colonial que hoy se encuentra olvidado por un más moderno porcelanato blanco. Sus anaqueles parecen ser de madera noble. Hay una acústica digna del oído más absoluto. Con sonidos que surcan el éter de modo acolchonado, sin estridencia, con la limpieza del aire luego de la lluvia. Rebotan en los cueros y cartones de los libros, se hinchan contra los rectángulos de los estantes, suben hasta la cúspide y vuelven hacia mí para ser percibidos de modo especial. El sonido en este ámbito no es similar a nada de lo reconocible. Es motivador, abre el apetito por la lectura. Invita a sumergirse en el primer libro que caiga en nuestras manos.
Lunes, 17 horas aproximadamente. Hago la entrada en el mostrador y paso al recinto. Me siento con mi cuaderno de apuntes. A este mismo ámbito acude Roberto Arlt en mi novela “Zamenhof”, aquella tarde de sábado de 1942, con la muerte rodeándolo y la necesidad imperiosa de saber sobre unos versos del peruano César Vallejos. Llega en una tarde noche desapacible de julio, con frío, con lluvia constante. Logra ser atendido por el presidente de la Biblioteca Alberdi, que lo trata como a la celebridad de la cultura que dudosamente era. Promediando el libro, desde el momento en que se queda sólo, afiebrado y en una total oscuridad, la historia remonta el vuelo final hacia su destino de última página.
Hay mucho más movimiento del que uno puede imaginar para una biblioteca en estos cuartos de siglo. Un hombre lee, simplemente lee, sin mayores necesidades al parecer que la propia pulsión lectora. Imperturbable, lee. Un par de chicos de uniforme parecen estar elaborando algún trabajo especial, una especie de cuestionario escrito con libros que los nutren sobre la mesa que los acapara. Al reparar en ellos recuerdo que al comienzo de mi carrera docente como profesor de Historia, a modo de trabajo práctico, enviaba a los educandos a asociarse a la biblioteca de su barrio y mostrarme el carnet. Sostenía una ilusión naif de que la práctica los entusiasmara, pero no conseguía mayores resultados que el carnet original y la discontinuidad inmediatamente posterior a la tarea efectuada. Entre las notas que tomo está la idea de volver a intentar la actividad práctica. Es otro mundo aquí adentro. Una especie de tierra media a la que se accede por la puerta de Beltrán 70. El espacio donde nos gustaría leer ese libro que te emociona, el impreso que te asombra y desbloquea un pensamiento reprimido. O aquella obra que te impone nuevas formas de observar la vida. El ámbito es tan afable, tan simplemente deslumbrante, por anacrónico y tranquilo, que no nos deja abandonarlo. Uno se siente parte del inventario como no lo ha sentido en ninguna otra biblioteca pública y le gustaría experimentar la ilusión de pasar una noche allí, arropado únicamente por las letras que salieran a volar mientras nadie las ve y consustanciándose con las historias que se liberan de sus corset de papiro. Me voy, pero me voy sabiendo que intentaré volver siempre, hasta pertenecer definitivamente a uno de sus anaqueles de ensueños.