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La Biblioteca Nacional como «casa de cultura crítica»: la gestión de Horacio González

(Por Milena Heinrich)

Al frente de la Biblioteca Nacional desde 2005 a 2015 Horacio González concibió esa institución como una «casa de cultura crítica» donde promover la «multiplicidad de pensamientos» y con ese espíritu desarrolló una virtuosa gestión que apostó por construir un lazo entre pasado y presente, una comunidad abierta tanto para sus trabajadores como para las conversaciones y debates que se pusieron sobre la mesa con la vida política y las tradiciones populares y académicas.

González (1944-2021) ingresó a la Biblioteca Nacional primero como subdirector de Elvio Vitali en el año 2004 y apenas un año después, tras la renuncia del entonces director, asumió como máxima autoridad, cargo en el que estuvo diez años hasta fines de diciembre de 2015.

En ese tiempo dejó de ser el «profesor» para devenir «funcionario», como reflejaba con cierta sorna la tarea que asumió con la independencia de los que se saben foráneos de un lugar que no les pertenece individualmente y menos para siempre.

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«Fui un funcionario que habló mucho, que escribió, que dijo cosas que no siempre le gustaron al gobierno. Además a mí no me gusta ser funcionario, aunque lo encare con cariño, pero tampoco puedo seguir haciendo las cosas que venía haciendo. Me refiero a esto de opinar libremente, como lo hice cuando era profesor», dijo una vez.

El sociólogo sabía que su desembarco en la Biblioteca, fracturada tras las crisis políticas que poblaron los noventa y los años 2000, necesitaba de un primer paso: poner de pie a la institución, reactivar sus departamentos e investigaciones, así como recomponer las condiciones de sus trabajadores. Para ello había que consolidar un «proyecto colectivo», trazar una definición conceptual y estética, afianzar una «comunidad», lograr «emanciparse» y trabajar desde la «libertad», concepto que articuló como eje rector en el discurso que brindó a propósito de su nombramiento como subdirector en 2004.

En ese mismo discurso reconocía problemas específicos de la biblioteca, «la carencia de un proyecto colectivo y la mengua de una ciudadanía laboral, que debemos sobrellevar hasta que se recompongan los lazos colectivos de profesión y compromiso. Es preciso entonces adquirir nuevas libertades para actuar en la realidad específica de nuestros problemas (…) Debemos pues recrear las valentías colectivas y las iniciativas soberanas. Precisamos una libertad esencial, con intereses prácticos, sociales e históricos, para ser extendida en la Biblioteca».

El sociólogo soñaba con una Biblioteca que funcionara como caja de resonancia tanto de crítica como de posicionamientos éticos y políticos, de pensamiento y también de polémica, esa palabra que la televisión aligeró pero que cuando González la conjugaba en polemizar le devolvía la potencia de su verdadero sentido. Soñaba con una plataforma en conversación continúa y creativa con la heterogénea herencia intelectual que él mismo retomaba como guante para pensar implicancias y tensiones en el presente. No concibió a la biblioteca como un acervo de textos antiguos sino como usina y material de diálogo con las ideas, los estudios y los comentarios que alimentaron la vida cultural del país, como un nexo indisoluble entre pasado y presente.

Cuando fue designado director de la Biblioteca Nacional, muy lejos de la solemnidad que el imaginario podría asociar a las bibliotecas como acervo de legados y tesoros, el ensayista llevó adelante una gestión de puertas abiertas, dinámica y de intensa actividad cultural, que le valió el cariño y el reconocimiento de artistas e intelectuales y también algunas críticas sobre lo que se leía como un descuido del archivo bibliotecológico, de acuerdo a los comentarios que circularon principalmente tras la renuncia del subdirector Horacio Tarcus en 2007. Pero él estaba convencido de su diagnóstico: «De una biblioteca mortecina y enredada en dilemas internos, junto a un numeroso grupo de colaboradores levantamos una Biblioteca activa, como quien reanima un cuerpo exánime», escribió años después en una carta dirigida a directores de bibliotecas de Iberoamérica, Latinoamérica y del Caribe.

En esta concepción amplia y expansiva, la Biblioteca devino «centro» y «casa», palabras intencionadas como una invitación: una biblioteca que recibe pero que también produce, crea, imagina, aglutina ideas y busca intervenir en debates, como cuando a mediados de 2015 ofició de encuentro para repudiar el procesamiento del escritor Pablo Katchadjian, quien enfrentaba una demanda de plagio por parte de María Kodama, heredera universal de Jorge Luis Borges, a raíz de «El Aleph engordado».

Y en ese gesto incitador, González le abrió las puertas a los intersticios donde respira lo popular, como la gran muestra sobre la enigmática obra de Carlos “Indio” Solari que reunió manuscritos, borradores, libros, dibujos, pinturas, instrumentos y objetos del ex líder de la banda Patricio Rey y sus redonditos de Ricota. “El rock es una típica figura de lo urbano, se compone de fenómenos territoriales muy parecidos a las pastorales, que forman parte de la imaginación condensada de las grandes religiones, y el rock nunca negó su relación, aunque sea crítica, con la religión”, sostuvo.

La biblioteca también fue anfitriona de homenajes, como la fantástica exhibición en memoria de Luis Alberto Spinetta que llevó el recordado nombre de “Spinetta, los buenos libros de la memoria”, donde se exploraba el universo íntimo del músico, aquel -como definió en el catálogo- «de una poética de fuerte contemporaneidad con un lenguaje familiar, de nuestra ciudad, a la vez extraño y lírico que toma la herencia de la poética universal».

Bajo el sello González, se realizaron jornadas temáticas (David Viñas, Rodolfo Fogwill, León Rozitchner) y relecturas de proyectos literarios como los de Cortázar, Marechal, Saer o Borges; se aglutinaron e impulsaron debates, hubo música, paneles, charlas, presentaciones de libros y exposiciones; se fortaleció el área de investigaciones y se reactivó el plan editorial de libros y publicaciones, una política que marcó mucho de la impronta de González. Tanto fue así que ese núcleo editor le valió el reconocimiento del actual director de la biblioteca, Juan Sasturain, quien lo nombró director del departamento de Publicaciones.

En su gestión se impulsó la reedición de la clásica revista La Biblioteca, inspirado en la tradición de dos directores a los que le gustaba citar y recordar en sus intervenciones, Paul Groussac y Jorge Luis Borges. Y también apostó a la publicación de versiones facsimilares de revistas emblemáticas que, en sus palabras, «han marcado el campo intelectual, el sistema de los debates, de las enemistades», entre ellas Contorno, La Rosa blindada y las tres míticas fundadas por el escritor Abelardo Castillo, El Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco.

En esa misma línea, la editorial publicó libros de ensayo, de ficción, literatura infantil y juvenil como la colección Quelonios, literatura argentina y latinoamericana y lanzó colecciones muy singulares, como el rescate que hizo con la Colección Jorge Álvarez, el mítico editor de la década del 60 y 70, creador también de sello Mandioca y Microfón con el que se lanzaron Vox Dei, Tanguito, Pappo`s Blues, Miguel Abuelo o Moris. En su afán por llegar a más sectores, la biblioteca llevó a la Feria del Libro de Buenos Aires la máquina expendedora de libros diminutos, con títulos de Juan L.Ortiz, Gabriela Cabezón Cámara, Beatriz Sarlo, María Teresa Andruetto o Néstor Perlongher, entre otros.

En 2011, la Biblioteca Nacional inauguró el Museo del Libro y de la Lengua con la dirección de su querida amiga y discípula María Pía López, un museo que funciona como plataforma para pensar en la lengua, o mejor dicho en las lenguas. Durante el período de su mandato, en plena transición de modernización de acervos y patrimonios, se digitalizaron miles de obras y se lanzó una nueva página web.

La huella González le imprimió a la biblioteca una perspectiva intergeneracional. Él mismo celebraba la cantidad de jóvenes que se habían incorporado en las distintas áreas de la institución, una configuración de oficios y profesiones de todas las edades, o en sus palabras, una “comunidad de hombres y mujeres libres en cada una de las profesiones que teníamos, desde el bibliotecario al electricista porque esta casa es también una pequeña ciudad”.

Y esa pequeña ciudad, un día antes del cambio de gobierno del año 2015, ya con la renuncia de González sobre la mesa, despidió entre aplausos y cantos al hombre que por un rato dejó el traje de profesor para asumir como cabeza de un proyecto colectivo que procuró mantenerse alerta para no subestimar la pluralidad de pensamientos. Esa comunidad, que había crecido y se había puesto de pie, despedía a su director con un cantito de tribuna popular: «Horacio no se va, Horacio no se va, no se va, Horacio no se va».

(Fuente: Télam)