Por la defensa de nuestro idioma, contra la colonización
Por Omar Dalponte.
«A Túpac Amaru lo descuartizaron entre cuatro caballos en plaza cusqueña de Wacaypata. Antes de la ejecución, el visitador español José de Areche mandó que le cortaran la lengua. No quería que nadie escuchara su último grito de rebeldía.
Esto ocurrió en 1781. Y ocurre siempre que el pueblo oprimido levanta su voz de protesta. Así se comportan todos los dictadores, ordenando silencio. Dictadura significa eso, «palabra dura». Hablo yo y los demás se callan.
A nosotros no nos cortaron la lengua. Pero tal vez nos ocurrió algo peor. Nos colonizaron la palabra. Colonizar significa invadir, apropiarse de un territorio. En este caso, fue el espacio de nuestra cultura, nuestra forma de comunicarnos, la que quedó afectada por el comportamiento del opresor. Con frecuencia, nuestras palabras y expresiones son coloniales. Y hay que descolonizarlas». José Ignacio López Vigil (Palabra colonial, palabras descolonizadas).
Estas hermosas y desgarradoras palabras, unidas en pocas líneas, nos invitan a reflexionar profundamente. Refieren un hecho, uno más entre tantos, que la humanidad – o por lo menos gran parte de ella- recuerda con dolor e indignación. Esclarecedores conceptos en la parte final del breve texto cuando afirma: «con frecuencia nuestras palabras y expresiones son coloniales». Y concluye reclamando en forma terminante: «hay que descolonizarlas».
Pasados muchos años del martirio de Túpac Amaru, concluida la segunda guerra mundial en septiembre de 1945 cuando ya había ocurrido la Conferencia de Yalta, los denominados «Tres Grandes», Churchill, Roosevelt y Stalin acordaron un «nuevo orden mundial dominado por Estados Unidos. En aquel entonces, para cada una de esas potencias se asignaron las «zonas de influencia». Allí el mundo había sido repartido entre los vencedores ante la inminente caída de Hitler y el nazi-fascismo.
En nuestra Argentina asomaba el peronismo y con él el ascenso de las masas obreras, la dignificación de los humildes, la posibilidad de una patria libre, justa y soberana. Nuestros hermanos provincianos, tratados despectivamente por la tradicional y siempre presente estupidez porteña, anclaban sus esperanzas en la Reina del Plata y sus alrededores. Un encumbrado gorila radical, Ernesto Sanmartino, los calificaba de «aluvión zoológico». Sin embargo, a pesar del mal trato, nos acercaban buenamente su gracejo lugareño y abonaban con su cultura nuestra soberbia aridez que, por fortuna, se tornó en terreno fértil pues, amplias capas de la sociedad no sólo entendieron el momento histórico, sino que asumieron el compromiso en defensa de lo nacional recibiendo solidariamente a quienes llegaban en busca de paz, pan y trabajo. Los discriminadores y ofensivos personajes del pelaje de Sanmartino que insultaron sin piedad a los humildes, fueron arrinconados en sus cotos cerrados por la realidad del Peronismo y mascaron rabia por años. No podían soportar la creatividad y talento de «los de abajo». No toleraban que escritores, músicos, cantoras y cantores venidos de llanuras, montes y montañas vendieran millones de piezas discográficas. Les revolvía las entrañas que escultoras y escultores, poetas y poetisas nos enriquecieran con la exquisitez de sus obras. ¡Seres cálidos de espíritus mansos y elevados quienes iban y venían desparramando saberes, creando riqueza con su trabajo fecundo a lo largo y ancho de nuestro país! Los «cabecitas negras», amados por la más grande mujer parida en el siglo XX, la inmensa Eva del amor eterno y del fuego revolucionario, adoptaron nuestro «ché», nos ofrecían su «tu» y nos regalaban hermosos poemas al compás de bombos legueros y guitarras pletóricas de sonidos.
Así se fueron integrando, mezclando los ritmos de chacareras y zambas con la magia y la cadencia tanguera que surgían de nostálgicos bandoneones. Los Hermanos Avalos, La tropilla de Huachi Pampa dirigida por el sanjuanino Buenaventura Luna, Antonio Tormo, Eduardo Falú, Atahualpa Yupanqui y las letras de Jaime Dávalos convivían con la legendaria Nelly Omar, Edmundo Rivero, Alberto Marino, Alberto Castillo y tantos otros artistas que con los versos de Manzi, Cadícamo, Discépolo o el Negro Celedonio Flores, eran un regalo para el espíritu nacional. Troilo, Pugliese, Tanturi o Salgán daban el marco musical a semejante calidad artística. El gorilaje oligárquico y sus sirvientes bramaban ante el florecimiento de salones como «El Chamamé» y el «Palacio del Baile» en el barrio de Retiro o como «La Enramada» en el corazón de Palermo. El medio pelo acaramelado con su estúpida porteñidad prefería para los locales de baile los nombres de «Chantecler», Picadilly», «Desireé», «Tabarís», «Maipú Pigalle», «Sans Souci», «La Cigalle» o el «Royal Pigalle».
Como nosotros residíamos en la parte de la torta que le correspondió a los Estados Unidos después del reparto de Yalta, el imperio nos mandaba a carradas películas de guerra donde siempre ganaban ellos; trataban de meternos hasta el tuétano al Pato Donald montado en los JEEP, al Ratón Aerodinámico, la brutalidad de las películas donde los vaqueros mataban pieles rojas al por mayor, las de Tarzán que descuartizaba leones, tigres y cocodrilos, las del superhombre al que las balas no le entraban y disimulaba siendo un periodista idiota. Nos inundaban con el Bugui Bugui o el «trote del zorro» que venía con el nombre de «Foxtrot» y con cuanta cosa pretendían que adoptáramos como propias. La cuestión era que debíamos aprender y asumir que los poderosos, perfectos, y ejemplos a imitar eran ellos: los rubios que podían parar a un avión con una trompada y las rubias de New York de polleras cortas y «taco chino». Insistían en meternos el «okey» » en reemplazo «de acuerdo» o el «open the door» por «abrime la puerta».
Pero en estas pampas la presencia y el talento de Hugo del Carril resistían con «Las Aguas Bajan Turbias», «La Cumparsita», «Pobre mi madre querida» y «Las tierras blancas» mostrando nuestras cosas, nuestro modo de ser y también el país profundo. Enrique Muiño, Petrone, Chiola, Magaña y Amelia Bence, en «La guerra gaucha» ponían el pecho y oponían coraje a los invasores españoles. La inolvidable Tita Merello y Arturo García Buhr, dirigidos por Lucas Demare, con «Los Isleros» elevaban el cine al territorio de lo sublime.
Era demasiado para las clases dominantes y sus alcahuetes que la negrada, los laburantes, los grasas que antes andaban en alpargatas pudiesen percibir aguinaldo y cobrar sus quincenas regularmente. No podía ser que los pobres pudieran comprarse cada cinco meses, por la facilidad de renovar sus créditos a «sola firma», un ambo en los «49 auténticos» o en «Casa Braudo». O calzarse con zapatos de becerro marca «Guante» o «Grimoldi». Ni que hablar cuando las costas marplatenses se inundaron de morochas y morochos con sus hijitos que disfrutaban en ese mar que antes sólo conocían por el nombre, o por haber visto viejas películas proyectadas de cuando en cuando en el almacén de algunos de sus lejanos pueblitos. Para la oligarquía y sus alcahuetes del medio pelo era inaceptable que las chicas y nuestros pibes de tez morena pudieran darse el lujo de pasear por Plaza Italia los sábados y domingos por la tarde. O tomar un helado caminando por las exclusivas calles Santa Fe y Florida. Que las madres gauchas que antes parían en ranchos miserables tuviesen sus hijos en policlínicos de excelencia como el Evita de Lanús o el Perón de Sarandí y que para colmo recibieran gratuitamente un ajuar para recibir a los recién nacidos con dignidad, resultaba inadmisible para esos sectores que odiaban la monumental obra de la Fundación Eva Perón y pintaban «viva el cáncer» cuando enfermó Evita.
Había que terminar con tanta buena vida para estos «hijos del país» a quienes con toda maldad se les decía «ravioles de fonda» por ser «cuadrados y sin seso». O «teléfono público» porque -según aquellos mal paridos- eran «cuadrados, negros y funcionaban con monedas». O «veinte y veinte» «por que usaban una moneda de ese valor para escuchar un disco de Antonio Tormo en la vitrola del boliche y otra igual para pagar un vaso de vino». Por eso en un trágico 16 de junio de 1955 decidieron bombardear la Plaza de Mayo en pleno día masacrando a más de trescientas personas. Tres meses después, en septiembre, derrocaron al gobierno constitucional de Juan Perón. La oligarquía y sus sirvientes festejaron a lo grande. La partidocracia conservadora, radical, «socialista» y de algún otro pelaje, antiperonistas acérrimos todos, lamieron las alfombras de los despachos donde anidaban los asesinos del pueblo. Estaban dispuestos a sepultar los años de defensa de lo nacional para lo cual se pusieron al servicio de los fusiladores. De allí en adelante, de una u otra manera, toda esa runfla de vendepatrias quedaron salpicados por la sangre derramada de nuestros mártires, acusados por el dolor de nuestros proscriptos y presos, señalados como cómplices de las torturas en la catacumbas de la dictadura, identificados como colaboradores en el hundimiento de nuestra identidad y facilitadores de la fenomenal penetración cultural del imperio en la Argentina. Buenos Aires, de 1955 en adelante, aquella que había sido la gran ciudad de los teatros y cines llenos, se pobló de espectáculos pobres, gorilas, y de mucha cosa importada.
Los peringundines de la calle 25 de Mayo desde Lavalle hasta L N. Alem se identificaban como «Dancing» o «Nigth Club». Se proscribió a nuestros mejores artistas nacionales. En esa época comenzaron a meternos en la cabeza – cosa que prendió bastante en la década infame de los noventa- que todo lo de afuera era mejor que lo nuestro. Como si Gardel, Magaldi, Corsini, Lola Mora, Castagnino, Soldi, Berni, Molina Campos, el Che, Maradona, Favaloro, Alfredo Alcón, Norma Aleandro, Perón, Eva, Estela de Carlotto, Carlos Mujica, Hebe de Bonafini, Scalabrini Ortiz, Cooke, Jauretche, Manuel Ugarte, Rosas, Peñaloza, Felipe Varela, Belgrano, Montegaudo, Castelli San Martín y tantísimos otros no hubiesen existido.
Con los fusilamientos de 1956, la traición de Arturo Frondizi (1958-62) y más tarde con los milicos de Onganía, Levignston y Lanusse (1966-73) vino un tiempo de colonización atroz. Los programas de televisión y radio fueron dejando de lado lo mejor de lo nuestro en folklore, tango, obras teatrales y cine e impusieron las series y música gringas. James Dean, Elvis Presley, Los Beatles, «Ruta 66», «La patrulla del camino», tremendas idioteces como «Yo amo a Lucy» e infinidad de basuras enlatadas formaban parte de la batería con que se invadía la intimidad familiar a través de la TV. «Los tres chiflados» enseñaban a nuestros pibes como quemar con agua hirviendo a un hermanito o como hacerte un «trinquete de ojos» a algún compañerito. Infinidad de chicos decían «aparcar el carro» en lugar de «estacionar el auto» o «balacera» en lugar de «tiroteo». En este sentido la década de 1960 fue nefasta.
Afortunadamente la resistencia a la dictadura, de hecho, significaba resistir a esa penetración cultural. La aparición de la CGT de los Argentinos de Raimundo Ongaro, la presencia de los sindicatos de la provincia de Córdoba con Tosco y Salamanca a la cabeza, la activa participación de estudiantes, de militantes de sectores políticos patrióticos y de esa porción importante del pueblo hastiada de injusticias y ansiosa por recuperar la democracia, constituyeron una doble defensa: como muralla y también como ariete contra el imperialismo y sus aliados locales. Así llegó el «Cordobazo». Carpani con su arte vigoroso, encendido de pasión marcó un momento de soles revolucionarios, los curas del «Tercer Mundo» predicaban el Evangelio del Cristo de los pobres. Los pintores barriales le daban su impronta a las capillas humildes con sus murales religiosos que clamaban por la liberación nacional. Los juglares suburbanos con sus guitarras animaban las peñas villeras donde se rescataba nuestra esencia y se soñaba con mañanas de felicidad en un mundo más justo. El Rock nacional aguantaba a pie firme las represiones de todo tipo y las voces de Pedro y Pablo con su «Marcha de la Bronca» eran la nave insignia en un tiempo de coraje. Rubén Casaretto, el pintor de la mirada triste y el corazón abierto, daba cátedra de plástica cuando colgaba sus cuadros en las plazas lanusenses. El arte popular argentino, desde las trincheras militantes, en una lucha por demás desigual procuraba devolver golpe por golpe a la prepotencia de los colonizadores.
Mareas juveniles llenaban las calles de la Patria donde la Eva y el Ché revolucionarios eran el noble distintivo en banderas que flameaban con ansias de libertad. La lucha sin cuartel por nuestra identidad atravesó todas las adversidades. Esta lucha se sostuvo aún en los peores momentos de la negra y larga noche en que nos sumieron los genocidas desde 1976 hasta 1983. Finalmente los derrotamos. Pero en ese nuevo amanecer democrático éramos demasiado débiles. Solamente habíamos ganado una batalla. Las fuerzas reaccionarias continuaron la ofensiva por otros medios y así consiguieron volver, disfrazados de legalidad, con el menemismo brutal de los noventa y la no menos brutal etapa radical de De la Rúa concluida en 2001. Esos años que hoy recordamos como la segunda década infame marcaron el pico más alto de agresión colonizadora donde además de hundirse el país se quebró en gran proporción el ser argentino. Los paradigmas de entonces eran George Busch (padre) los «Chicago Boys», los timberos de La Bolsa, los banqueros que se reproducían como ratas, los contertulios en las noches de pizza y champagne, Menem y su grotesca figura, el vomitador de falsedades Bernardo Neustadt, periodista estrella del neoliberalismo descarnado y esa terrible jauría de usureros, chorros y estafadores de la «plata dulce».
Avanzamos un poco en lo que tiene que ver con la actividad futbolera rescatando algunas palabras. Dejamos de decir «linesman» para llamar juez de línea a los hombres que marcan faltas desde los costados de las canchas; suplantamos el «offside» por «posición adelantada», «wing» por «»puntero derecho, y «centro forward» por «centro delantero” Pero en otras cosas perdimos terreno en gran escala.
La manipulación de las mentes ha sido tan terrible que con el correr del tiempo, en la vida cotidiana, en el decir de todos los días, las palabras OPEN, COACH, FANS, WEB, E-MAIL, WHATS APP, DRIVE, ENTER, WORLD, PLAYER, POWER, OFF, ON, AFTER OFFICE, TOUCH, HEAVY, COOL, BRECK, STAR, LOCKERS, HOMELESS y muchísimas más han inundado nuestro lenguaje. No hay (y si los hay son muy pocos) electrodomésticos cuyas instrucciones para el funcionamiento y los dispositivos correspondientes estén escritas en nuestro idioma. Las computadoras, teléfonos y demás elementos, hoy de uso masivo, como las «notebooks», «tablet», etc. desde su propia denominación, pasando por su teclado y las inscripciones de sus páginas deben ser leídas en idioma inglés. Que no quepan dudas que estamos a favor de que cada uno de los argentinos tengamos la posibilidad de aprender el idioma que necesitemos o el que nos guste. Esto hace al mejoramiento de nuestra propia cultura y puede servirnos en el mundo globalizado en el que habitamos. Pero lo que no se puede aceptar es que nos impongan a través de objetos, publicaciones, propagandas y cualquier otra cosas, tangibles o intangibles, provenientes de otros países, palabras que deformen nuestro rico y bellísimo idioma, que nos cambien nuestra personalidad, que deformen nuestra identidad.
Por tal motivo queridas compañeras y queridos compañeros, resolvamos impulsar acciones que corrijan esta situación -una de tantas- de extranjerización de nuestra pertenencia idiomática y de nuestra cultura general. Si no nos decidimos a bregar concretamente por algo que nos defienda-por lo menos en parte- de la enorme penetración cultural que muy especialmente el imperialismo estadounidense practica todas las horas de cada día en todas partes del mundo, dejaremos pendiente una importante materia que tenemos la obligación de rendir en resguardo de la identidad nacional.
PROPONEMOS ABRIR UN GRAN DEBATE PARA:
Que todo elemento de uso masivo tanto en su denominación como en las piezas que indican su funcionamiento sean identificadas en nuestro idioma.
Que si por razones insalvables, relativas a modalidades y/o acuerdos de comercialización con el exterior esto no fuese posible, cada una de las firmas vendedoras de dichos elementos, dentro de nuestro país, deberá estar obligada a acompañar con la mercadería cuyos dispositivos estén escritos con palabras extranjeras, un folleto con la correspondiente traducción a nuestro idioma.
Si hubiese alguna legislación coincidente con lo que proponemos sería útil solicitar la inmediata aplicación de la misma.
Conclusión:
La defensa de nuestro idioma es sinónimo de defensa de la soberanía nacional. El idioma hace a la identidad de los pueblos, a sus tradiciones, a sus costumbres. Aceptar su deformación por cualquier circunstancia es adoptar una actitud pasiva o negativa ante la penetración cultural que los países más poderosos practican o intentan practicar respecto a los más débiles. Plantarse frente a esa penetración, una de las formas de colonización de más alta peligrosidad, es parapetar a la Patria contra las pretensiones de quienes utilizando miles de artilugios están decididos a someternos. Nuestra lucha en defensa del idioma es una pelea que debemos dar aquí y ahora.