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Esa muchacha: los cuadernos de Enriqueta Muñiz, la periodista que trabajó con Rodolfo Walsh en «Operación Masacre»

Por Marcelo Figueras.
Desde hace tiempo circulaba el rumor de que se editaría una biografía de Enriqueta Muñiz; y eso me llenaba de ansiedad. La pregunta que muchos se estarán formulando ahora es, imagino: ¿Y quién es, o era, Enriqueta Muñiz? Desconocerla no es pecado, al contrario: es parte de lo que tornaba atractiva, y hasta necesaria, la idea de semejante libro. Son pocos los que saben que, cuando la Revolución Libertadora aplastó el alzamiento del general Valle y fusiló a una docena de laburantes en un basural de José León Suárez, Rodolfo Walsh no fue el único en investigar el hecho. Enriqueta era por entonces una jovencísima periodista, que entre 1956 y 1957 fue socia de Walsh durante la aventura. Codo a codo, desde el principio hasta el final, en pie de igualdad: nuestros detectives galantes, a la manera de los Charles —Nick y Nora— de Dashiell Hammett — sólo que proletarios en vez de millonarios y no enfrentados a un simple villano, sino a un Estado criminal.

Pero días atrás, durante una pausa en el programa de radio que compartimos esa tarde, el periodista Diego Igal me dijo que la novedad editorial iba más allá. El libro que estaba por salir incluía la reproducción facsimilar de los dos cuadernos que Enriqueta Muñiz había llenado, con letra grande y redonda, durante la indagación que terminó llamándose Operación Masacre.

La enormidad de la revelación me dejó mudo. Que Enriqueta hubiese llevado adelante un diario de la investigación significaba, por lo pronto, que existía otra versión del libro. ¡Una Operación Masacre escrita por Enriqueta Muñiz! Sonaba a sueño hecho realidad, en la precisa clave de nuestra época: un clásico de nuestras letras, el libro que consagró a Rodolfo Walsh como lo que nunca dejó de ser —uno de los más grandes, sino el más grande, escritor argentino—, reperfilado en clave femenina.

Lo que pensé a continuación fue algo más íntimo, más egoísta: Qué bien me habría venido ese libro ANTES de escribir mi novela. Porque en 2017, por culpa de una conversación con la cineasta Paula de Luque y el productor Marcelo Schapces, sucumbí a la tentación de convertir aquella histórica investigación —que tantos ribetes melodramáticos había tenido naturalmente— en una ficción. Como resultante de mi propia, modesta pesquisa, entendí que no podía tratarse de una novela sobre Walsh: tenía que ser un libro sobre Walsh y Enriqueta Muñiz, una historia que la repusiese al lado de Walsh, donde estuvo durante aquel trance hasta que eligió, o al menos aceptó, salir de cuadroY por cierto: tenía que ser, también, una historia de amor.

La leyenda del romance secreto circulaba desde siempre. La evidencia que incluye Operación Masacre es más que magra. El libro le está dedicado: A Enriqueta Muñiz, aunque hubo una primera edición que Walsh le dedicó además de puño y letra, definiéndola en griego como la hija del sol. Además el prólogo a la tercera edición —por completo distinto al de la primera y la segunda, muy en clave making of— incluye un párrafo célebre.

«Pero he tenido más suerte todavía», dice Walsh. «Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo «hice», «fui», «descubrí», debe entenderse «hicimos», «fuimos», «descubrimos». Algunas cosas importantes las consiguió ella sola, como los testimonios de los exiliados Troxler, Benavídez, Gavino. En esa época el mundo no se me presentaba como una serie ordenada de garantías y seguridades, sino más bien todo lo contrario. En Enriqueta Muñiz encontré esa seguridad, valor, inteligencia que me parecían tan rarificados a mi alrededor».

La tercera edición de «Operación Masacre», que es la hoy canónica.

Antes de escribir la novela charlé largo con Horacio Verbitsky, que había conocido y trabajado con ambos, pero por separado. Confirmó que conocía el rumor, pero que ninguno de ellos le había hablado del otro en clave amorosa. Lo cual fue una decepción, porque yo buscaba un aval histórico para el approach que quería intentar. Pero, a pesar de no haberlo obtenido, decidí mandarme igual. Yo quería que, entre otras cosas, El negro corazón del crimen —así terminó llamándose mi novela, bien pulp— fuese una historia de amor. Y la culpa la tenía un artículo que encontré googleando, que glosaba una charla que Enriqueta había dado poco antes de morir (murió en 2013). Allí hablaba de la investigación, pero lo que me sacudió fue que confesaba con todas las letras que Walsh había sido el hombre de su vida, el amor de su vida. Por eso mismo, contra toda idea de prudencia, decidí jugármela e insistir con mi visión romántica.

Ahora mismo, en el apuro del cierre de El Cohete, busco aquel artículo y no lo encuentro, o más bien encuentro un par que también fueron importantes pero no dicen aquello que yo recordaba: ni el titulado Enriqueta Muñiz, la periodista inadvertida (que no lleva firma, pero supe después de publicada la novela que lo había escrito el mismísimo Diego Igal), ni la glosa de la charla que brindó a alumnos de TEA en 1993. Ni rastros de aquel amor de mi vida. ¿Lo soñé, o el texto que leí entonces fue purgado?

No importa. El libro que compré el viernes tenía por autora a Enriqueta Muñiz y llevaba por título el mismo que ella puso a sus cuadernos: Historia de una investigación (Planeta, 2019). Pero el subtítulo no dejaba dudas. «Operación Masacre» de Rodolfo Walsh: una revolución de periodismo (y amor). No es muy elegante —conjeturo una imposición editorial— pero dice lo que hay que decir. Y lo que sus páginas despliegan no hace más que confirmarlo, y con creces.

Mientras lo recorro, no puedo sino escuchar la voz de Walsh (a la que me habitué, de tanto oírlo leyendo sus textos en YouTube) diciendo lo que dijo el 12 de diciembre de 1956, en las oficinas de Hachette, ante Enriqueta y Gregorio Weinberg, cuando llegó y le contó a sus amigos la historia del fusilado que vivía.

Esto —el libro entre mis manos, en este caso— es dinamita.

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Lo que sigue son apenas impresiones, los comentarios todavía caprichosos de alguien que leyó hasta bien entrada la madrugada del sábado y, todavía afiebrado, considera que ese texto tiene el mismo valor de tesoros literarios perdidos como el Margites de Homero o el apócrifo Evangelio de la Víspera.

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Más allá de la precisa y preciosa introducción de Diego Igal, de las fotos y los poemas de Walsh, el libro incluye dos textos reveladores. El primero y central, aquel escrito de puño y letra por Enriqueta. La decisión de publicarlo en forma fascimilar es encomiable: porque le presta al/la lector/a la sensación de estar acariciando la pieza histórica; porque la letra de Enriqueta habla de Enriqueta (eficaz, rotunda, tal vez con resabios de tantas clases de Caligrafía — la eterna buena alumna); y porque permite apreciar los ocasionales comentarios de Walsh, con esa letra que habla de Walsh. (Apretada, elegante, filosa.) En este sentido, los cuadernos no pueden ser un objeto más au courant: los diarios de Enriqueta son una pieza intervenida por Walsh, a su estilo — económico hasta el paroxismo, e irónico en las mismas proporciones.

(Cuando Enriqueta menciona a Rosa Eresky como «la secretaria» de Barletta, Walsh mete una flecha entre «la» y «secretaria» y agrega en un globo la palabra bonita. Cuando Enriqueta pone: Walsh es así, hay que aguantarlo o dejarlo, Walsh comenta entre corchetes: [Preferiblemente, aguantarlo].)

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Entre las primeras cosas que llaman la atención está el manejo de los tiempos verbales en la escritura. A excepción del arranque («Esta es la reseña breve de una investigación policial en la que me metí con la misma alegre inconsciencia que impulsó a Walsh a ofrecerme mi parte de aventura»), prácticamente todo el resto está mediatizado por el uso de las formas pretéritas. La portada de los cuadernos tiene fecha: el primero dice Diciembre 1956 y el segundo dice 19 febrero 1957, lo cual sugiere que fueron escritos en caliente, al vuelo de la investigación. Pero Enriqueta opta por distanciarse de los hechos a través del prudente uso de los tiempos pasados. Hay poco o nada allí que transmita la urgencia, la ansiedad que uno imagina deben haber sentido Röd-Wulf y Henriette —que así rebautiza al dúo el propio Walsh, en un texto de agosto del ’57— durante el curso de la investigación.

Y todavía más tratándose de Enriqueta, doblemente expuesta a los peligros: pensemos lo que significó ser una mujer extranjera de apenas 22 años, practicante de una profesión —el periodismo— que por aquella época relegaba a su género al horóscopo, las recetas de cocina y las columnas del corazón, metida a desafiar a una dictadura militar. Es más que obvio que Henriette era una mujer valiente (se juega entera) y adelantadísima a su tiempo. Pero al mismo tiempo, también era lógico que no pudiese escapar de ciertas —otras— convenciones. Las reiteradas menciones a la obligación de respetar los horarios impuestos por su padre inspiran ternura. (¡Esa «muchacha» de la que Walsh habla en el tercer prólogo, se arriesgaba a la muerte de día y cumplía con don Amaranto por las noches!)

Todo indica que los cuadernos fueron escritos durante 1956/7, pero en ese caso Enriqueta necesitó escribirlos como si hubiese transcurrido más tiempo entre el hecho y su registro, porque el pasado ya no perturba tanto, es lo que ha quedado encapsulado en ámbar, inalterable. Cuando quiere establecer la naturaleza de su texto, lo diferencia de la crónica detallada de los hechos que figura «en los periódicos de la época»; uno presume que en su lugar se habría limitado a escribir «en los periódicos» a secas, particularmente si habla de los diarios de esos días — la mención a la época sugiere algo ya distante. Por eso es fácil creer que, a la hora de escribir, Enriqueta se vio constreñida por las formas de lo que por entonces se consideraba literatura femenina. Particularmente en el arranque, que es como estar leyendo Claudine va à la guerre: «Entre tanto, estas líneas guardarán para mí el recuerdo vivo de una aventura llena de riesgos y emociones». El prisma a través del cual procesa la experiencia en primer término es más libresco que periodístico. En su mención inicial a Juan Carlos Livraga, el fusilado que había sobrevivido, todavía no lo ve como persona: habla, en cambio, de «nuestro primer personaje».

Aunque iguales en coraje y desparpajo, la escritura de Enriqueta es más conservadora que la de Walsh. (Un preanuncio de las diferencias ideológicas que se profundizarían con el tiempo.) Tal vez pueda definirse ese desfasaje de perspectivas de este modo: Enriqueta cree estar trabajando siempre en un proyecto que iba a llamarse —de modo más romántico y novelesco— Fusilados al amanecer, cuando Walsh ya estaba escribiendo en su cabeza Operación Masacre.

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Cuando cuenta cómo empezó todo, pinta a Walsh tal como uno se lo imagina: el tipo que después de escuchar la estremecedora historia de Livraga de boca de un amigo y ante la oferta de conocer al ‘fusilado’ en persona, posterga su decisión hasta el día siguiente, «cuando se le hubiera pasado el efecto de la cerveza». Con el correr de las páginas va acumulando nuevas definiciones. «El terrible ironista», lo llama, aterrorizada por la posibilidad de que se burle de ella. «Walsh no desiste. Para algunas cosas está hecho de roca», dice en otra parte. También subraya cuán difícil era empardarlo o convencerlo de que otro criterio podía ser mejor. Una discusión en torno al fotómetro de una cámara conduce a «una inútil defensa de mi punto de vista». Más adelante anota: «…Me demostró una vez más que nunca se equivoca». «Le tengo a Walsh tanta gratitud que olvido que siempre tiene razón, y a veces se pone insoportable», dice también. «…Más vale tenerlo por amigo que por enemigo».

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Hay una formalidad en el trato —Enriqueta habla de tú— que al principio atribuyo a su ascendencia española. Pero al final, mientras leo las cartas de Walsh, veo que él se dirige a ella del mismo modo. ¿Formas coloquiales de la época, código pactado como parte de su relación privada? No importa, porque al final, cuando las papas quemen, tanto uno como otro harán que esa convención vuele por los aires. (Volveré sobre este asunto más adelante.)

Un Walsh juvenil.

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Al principio leo con la aprensión del escritor que construyó algo y recibió el manual de ensamblado dos años después: temeroso de que lo que cuenta Enriqueta contradiga lo que escribí, que Röd-Wulf y Henriette no se parezcan en nada a los personajes de mi novela. Sé que cuento con la ventaja de haber escrito una ficción, que por definición no tengo por qué atenerme al documento histórico; pero una cosa es moldear los hechos a sabiendas, por necesidades dramáticas, y otra muy distinta haberse salteado —aun por fuerza mayor, como en este caso— un material revelador. (Qué bien me habría venido ese libro ANTES de escribir mi novela.)

Pero a medida que paso las páginas, me aflojo y empiezo a disfrutar. Más allá de las diferencias puntuales —que por supuesto las hay—, la esencia y los episodios son prácticamente los mismos: las oficinas de Hachette, el equipo de investigadores que funciona a la perfección («Mientras lo interroga con mucha inteligencia, yo converso con la madre. Es nuestra táctica»), la visita al basural de José León Suárez fingiéndose enamorados que se sacan fotos, la picardía de pedir un vaso de agua al testigo renuente para ablandarlo, la detención de otro periodista a quien creen responsable de la investigación porque tiene las iniciales de Walsh pero invertidas —WR—, la visita de la policía a la casa de Enriqueta, la vigilancia policial a la casa familiar de Walsh…

Llegada la página 146, pego un salto en la cama en plena madrugada. Cuando publiqué el libro, alguien me hizo notar que una escena clave —cuando Walsh y Enriqueta obtienen el documento que certifica que la Ley Marcial fue decretada después de detener a Livraga & Co.— era un anacronismo, porque en esa época no existían las fotocopiadoras. Desde entonces viví con ese error atragantado, esperando que la buena gente de Random House Mondadori me permitiese corregir el texto en una eventual reedición. Pero Enriqueta escribe sin vacilaciones: «Correrá por mi cuenta hacer sacar dos fotocopias para el día siguiente».

A partir de entonces, sigo leyendo como si Enriqueta fuese la perfecta custodia de mi felicidad.

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(Tanto es así, que en algún momento se me cruza la peregrina idea de que el texto de Enriqueta es too good to be true. Después de todo, vivimos en tiempos de cuadernos sospechosos, ¿o no? Me viene a la cabeza aquella novela de Irving Wallace que tanto me gustaba de chico, La palabra, donde el mundo entero celebra el descubrimiento de un quinto Evangelio que además aborda temas de interés contemporáneo, hasta que el protagonista descubre que se trata de una falsificación concebida a modo de venganza. Por supuesto, no estoy intentando cuestionar el valor histórico de los cuadernos. Lo que ocurre es que son una maravilla tan grande, que me cuesta rendirme acríticamente a la felicidad que me provocan.)

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Otro rasgo que me sensibiliza es la tensión que el dúo siente entre la realidad que van descubriendo y sus rasgos melodramáticos, dignos de la mejor ficción. Hay una retroalimentación constante entre la verdad y lo literario: los hechos son tan tremendos que sólo pueden ser contenidos por las formas narrativas más exaltadas de nuestra cultura.

Al principio Enriqueta lo plantea en términos de oposición: la vida normal es lo pacífico, aquello en lo que habrá de meterse con Walsh será —dirían lxs muchachxs de hoy— inpacífico. «El 12 de diciembre a las 12 y 25 minutos —el día y la hora en que Walsh irrumpe en Hachette y le cuenta la historia de lo que tiene entre manos—, yo era aún una persona pacífica». Cuando conoce a Julio Troxler, anota: «¡En nuestra novela hay de todo, ahora, incluso héroes buenos mozos!» La sensación de haber perforado la membrana de la realidad para descubrirse del otro lado es poderosa: «Esto se está poniendo muy ‘Rififi‘», reflexiona. Cuando la policía cae en su casa le sorprende no asustarse más, siente que lo excepcional se le está volviendo habitual: «Me llamó la atención la poca importancia que le di al asunto». Pero no es algo que perciba ella sola: «Walsh dijo algo muy lindo una vez: ‘¿Y era tan fácil convertirse en personaje de novela?’» Supongamos que en efecto les resultó «fácil» —ponele, dirían también lxs muchachxs de hoy—, pero una vez que se descubrieron dentro de la novela/película, esa intensidad se les volvió adictiva. Cuando la investigación está completa, Enriqueta se queja del nuevo Walsh: «No hay nada que hacerle, por mucho que trate de no admitirlo, ha vuelto a recaer en la rutina: Leoplán, notas pacíficas, etc. Todo sucede del mejor modo posible en el mejor de los mundos. Pero no para mí».

En otros pasajes, Walsh interviene el texto de Enriqueta para calibrar sus raptos más puramente literarios. (Uno de los sobrevivientes del fusilamiento, Di Chiano, está al parecer de Enriqueta «hermético como un poema de Oliverio Girondo».) Cuando ella dice que los anteojos oscuros de Carlos Brión «le comen la cara», Walsh el crítico le apunta: «muy bien!»

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Poco a poco, para Enriqueta Muñiz —la escritora, traductora y crítica literaria— la experiencia que la une a Walsh se va convirtiendo en pretérito, incluso a su pesar; y el lugar del presente, de aquello que será presente eternamente, lo ocupa el libro que Walsh está terminando. «Parece que el libro va desarrollándose en un portensoso crescendo«, dice, hablando no desde el tranquilizador ayer sino desde el perturbador ahora. «Walsh mezcla su más fino humor, sus sarcasmos más sangrientos, con un lirismo conmovedor. Por momentos, las vidas de esas gentes humildes se me aparecen como una epopeya. No tengo palabras para decirle mi real, mi sincero entusiasmo por la obra. Pero él me cree enseguida».

Esa naturalidad con la que Walsh asume la mirada admirada de Enriqueta la fastidia. Ella lo reconoce abiertamente y, acto seguido, procede a contradecirse: «No deseo que Walsh piense que me gusta sistemáticamente todo lo que él escribe. Y sin embargo, es la verdad, pero no sistemáticamente».

Pero aun así no hay nada más trascendente que la obra que ha colaborado a parir: «Walsh, en todo, se ha sobrepasado a sí mismo. Es lo mejor que ha escrito hasta ahora, desde el punto de vista técnico y literario».

Esa condición de partícipe es todo lo que necesita para sentirse plena. Aunque, claro, tampoco protestará ante el gesto-yapa que Walsh le consagra. «Y cuando le pregunto a Walsh, medio en serio y medio en broma: ‘¿De veras piensas dedicarme el libro?’, me siento ‘llena de satisfacción’ al oírle decir, con tono terminante: ‘Antes lo quemo, que no dedicártelo’… Y pienso, feliz, que ya nunca sentiré envidia, al ver que un autor ha dedicado una obra a una persona. Ya puede Borges haber dedicado su Poema cíclico a Silvina Bullrich: yo tengo ahora una hermosa obra, dedicada a mí».

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Como el Evangelio falso de la novela de Wallace, el texto de Enriqueta parece hablarle a nuestro presente. (Tanto, debo decir, como sigue haciéndolo Operación Masacre: desde sus postales de la proscripción del peronismo, de la persecución política con la complicidad de los jueces, de la ingenuidad con que tantos ciudadanos aplaudieron la llegada de la ‘Revolución Libertadora’. «Teníamos la secreta esperanza de que todo iba a cambiar, de que se conservaría lo bueno que hubiera quedado y se destruiría lo malo», dice Walsh que le dijo Marcelo Rizzoni. «Pero después…») Enriqueta, que tiene tan poca simpatía por el Tirano Depuesto como Walsh, reproduce textualmente una parrafada de su cómplice:

—¡Y luego quieren que dejen de ser peronistas! ¡Si Perón les dio una casita con flores, y estos vienen a sacarlos de ella para llevarlos a un baldío y matarlos como a perros, por la espalda!

«Y Walsh es anti-peronista», reflexiona Enriqueta a continuación. «¡Pero la evidencia es tan triste y abrumadora! ¿Qué saben los pobres de planes económicos!»

Enriqueta y Walsh con Julio Troxler, los Rizzoni y Livraga.

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«Tal vez —dice en las páginas postreras de su último cuaderno— haya llegado el momento de decir por qué nos metimos en esto. Me consta que Walsh lo hizo por hombría, por rigor civil y periodístico y por su demonio interior. Pero lo hizo con altura, plenamente consciente de los riesgos que corría, a sabiendas de que lo llamarían ‘peronista’, conociendo que comprometía su futura carrera literaria, y aun su tranquilidad venidera».

«Se me ha dicho que Walsh le hacía el juego a los peronistas… ¿O es que el crimen sólo es crimen cuando lo cometen los peronistas? …Sé que este no es mi país jurídicamente, pero lo es en la realidad de mi sentimiento. Por otra parte, el asunto de los fusilamientos ‘ilegales’ contra civiles inocentes, trasciende lo político y se convierte para mí en un crimen común».

Enriqueta es magnánima y subraya que hay gente de buena voluntad a ambos lados de la grieta. Esa es la postura ética a la que la compele su pluralismo, su profesión de fe democrática. Sin embargo, en términos políticos parece entender que no existe nada parecido a la equidistancia: «…Hay equivocados que no perdonan a otros equivocados. A esos tenemos que enfrentar».

«…Íntimamente —concluye, todavía hablándole sin saberlo a lxs argentinxs de hoy—, estoy cansada de este país donde nunca pasa realmente nada, y cuando unos pobres infelices muerden el pasto por culpa de otros infelices que tal vez lo muerdan mañana, la opinión pública no se inmuta».

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La mujer y el hermano de Rizzoni, Troxler, Enriqueta y Walsh.

Algunas de las cosas que echo en falta, que no están:

. Dos páginas de los cuadernos que Enriqueta habría arrancado personalmente;

. La explicación del cambio de título, del Fusilados al amanecer original a Operación Masacre;

. La historia de la desaveniencia que terminó separándolos. Porque, imagino, eso era parte de lo que no podía ser contado. A pesar de que Walsh tenía apenas 29, era ya un hombre casado y con dos hijas. En términos sociales, y en particular para alguien tan decente y discreto como Enriqueta parece haber sido, su relación hubiera sido impropia, non sancta. Por eso se preocupa en aclarar: «Mi lealtad hacia Walsh no es, por otra parte, de orden sentimental».

Como le gusta repetir a Horacio V: dime de qué alardeas y te diré de qué careces.

O, al menos, qué necesitas ocultar.

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R y H se habían vuelto adictos a la adrenalina —recuerden el pasaje donde H lamenta que R haya vuelto a escribir notas pacíficas—, pero en un punto sus senderos comienzan a bifurcarse. El libro ya está encaminado cuando Walsh se entera de otra noticia indignante y considera abordarla. «Walsh quiere tocar el tema (de unos casos de tortura) en (la revista) Mayoría. Yo le ruego que no se especialice», confiesa Enriqueta. Parece que las notas pacíficas ya no la seducen, pero tampoco quiere que insista con las notas inpacíficas. ¿Ha soñado para Walsh, a partir de esa cumbre que es Operación Masacre, un futuro estrictamente literario? ¿Tan poco ha llegado a conocerlo, o es que se ha comprado la pretensión del establishment de que existe literatura que no es política?

Para colmo, le parece que Walsh está cada vez más lanzado. Cuando Enriqueta le cuenta de la visita policial a la casa de sus padres, percibe que se desilusiona: «¡Él se rompía todo escribiendo las notas, se arriesgaba como el que más, y al final detenían a Wilfredo Rossi o la policía iba a casa de Enriqueta Muñiz!» Por eso reproduce el comentario de Walsh:

—Me temo que para que Fernández Suárez (el jefe de la policía bonaerense, responsable directo de los fusilamientos) me haga caso, tendré que ir a la Jefatura a decirle: «Vea, yo soy el que lo está jorobando».

Parece una bravata, pero cuando la cosa se espesa aún más y Walsh sube la apuesta, Enriqueta desespera: «Y este bruto —ya no Walsh, ahora es este bruto— no quiere asilarse… Quiere esperar el efecto de su última nota, cuyos tres espantosos últimos renglones le he suplicado que suprimiera… Quiere el martirio con tal que sirva a la verdad y a la patria. Modestamente, es un héroe». (¿Se refiere a la carta de julio del ’57 en Mayoría, donde Walsh termina diciendo que si intentan detenerlo se resistirá? Es lo más probable, aunque no tengo tiempo de chequearlo. Los artículos que sigue publicando una vez que el libro está en la calle son cada vez más desafiantes respecto de Fernández Suárez. Uno de abril del ’58 se despide casi con la promesa de un duelo al sol: «Hasta pronto… coronel».)

Precisamente entonces, dada semejante temeridad y ante el temor de perderlo, Enriqueta deja de llamarlo Walsh y lo menta, por primera vez, como Rodolfo.

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La carta de Walsh que el libro publica a continuación de los cuadernos es de una belleza insuperable.

«Darling», le pone a modo de encabezado. En inglés, darling es querida, cariño.

«Ahora que he releído tus cuadernos —le dice—, voy a escribirte algunas cosas sobre la extraña fábula que vivimos, y las escribiré sólo para tí, y con ‘el amor a ti debido’. Creo que hemos transitado juntos una de las más hermosas historias de nuestro tiempo. Puedo decirlo porque no hablo de mí como persona, sino de esa milagrosa entidad única que éramos los dos juntos… Nunca estuve tan unido a nadie. Es curioso, porque yo siempre creí, y habitualmente creo todavía, que el amor físico es lo que ata con más terrible fatalidad (en ese sentido tiene algo de diabólico), y contigo, bueno, tú sabes que he sido muy mal samurai, y tan poca cosa finalmente. Y a pesar de eso me sentía ligado a tí, como por una misma sangre, y yo creo que eso que nos ataba era una inminencia de muerte y una plenitud de confiado amor, por un lado insatisfecho —es cierto— mas por otro decantado y sufrido en la impaciencia y el temor que compartíamos».

(¿Qué trata de decir Walsh al hablarle a Enriqueta de amor físico y de insatisfacción? Los samurais eran notorios por sus prácticas homosexuales: ¿decir que había sido un mal samurai significaba que había sido muy mujeriego? ¿Debemos entender que a pesar de las múltiples oportunidades que se les presentaron, y de la carnalidad de la cual Walsh gozaba tanto, nunca intimaron? Lo asombroso es que, en el contexto de semejante relación, eso pasaría a constituir un detalle, porque aquello que se desprende de los cuadernos —a pesar del subrayado de Enriqueta, negando que su lazo con Walsh fuese sentimental— habla de una intimidad infinitamente más poderosa, y más profunda, que la que se obtiene del amor físico.)

Es a mitad de esta carta que Walsh abandona ese  cortesano y pasa a hablarle de vos.

«Vos me agrandabas sin cesar», dice. «…Llegó un momento absurdo en que acaricié la idea de terminar el asunto nosotros mismos, haciendo justicia por nuestra propia cuenta, ya que ellos tardaban tanto. Y menos mal que no te lo dije, porque sin duda lo hubiéramos hecho».

La leyenda insiste en que Walsh era un hombre con corazón de palo, pero el final de esa carta —que firma R, o sea Erre, como yo lo llamo en la novela— podría convertir una piedra en agua. Allí Walsh expresa su deseo de «figurarme que vuelves, y que puedo apoyar la cabeza en tu hombro como aquella tarde en el tren y decirte, amor mío, estoy tan cansado. Are you still there, still there, listening to me? No me traiciones, no me vendas, yo me he humillado hasta la muerte para hacerte comprender, y sé que es tan difícil, y si solamente pusieras tu boca en mi corazón».

Si algo prueba este libro es que Enriqueta —esa modesta heroína— nunca lo traicionó. Durante más de 60 años su idilio fue el mejor guardado de los secretos; pero hoy, por fortuna, nos alcanzó, llegó hasta nosotros. Esta es una gran ocasión para releer Operación Masacre desde otra sensibilidad, que sacude del clásico el polvo de la Historia y lo vuelve fresco, fragante como una rosa matinal. ¿Se les ocurre un momento mejor para disfrutar de la historia de ese amor, la «unión milagrosa» que se impuso a un tiempo que fue tan infame como el nuestro?

(Publicado originalmente en El cohete a la luna. Reproducido con la autorización de su responsable).